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SAINT SEIYA-SAGA GENESÍS                                                                                                                                                                                                                                                        Arco l-Prólogo

-Sacaré a la luz todos los secretos de vuestro fondo, y cuando esteis expuestos

también vuestras mentiras estaran separadas de la verdad-

Friedrich Nietzsche

 

 

Secretos-Capitulo l

Diez años habían transcurrido desde el desenlace de la Guerra Santa que había enfrentado a la humanidad amparada por el Santuario de Athena y sus Órdenes de Caballeros y a las legiones del Averno lideradas por el vehemente Dios del Inframundo Hades. Diez años de una desolación indescriptible vaticinada por la imposibilidad de la Diosa de la Guerra y la Justicia de retornar triunfante al plano mortal, sepultada allí junto a los Caballeros Legendarios cual prisioneros de la misma destrucción que ellos habían causado al sesgar la vida de quien reinaba sobre las almas de los exánimes, perdiéndose en el olvido de la humanidad y encontrando sólo reparó en los recuerdos cálidos de aquellos que aún rememoraban su noble sacrificio. El Santuario que moraba en las cimas de las colinas atenienses había caído en desgracia sin Caballeros que le diesen un sentido a su existencia y en el interior de sus recintos sólo se escuchaban los ecos de antiguas épocas de gloria y las imágenes que se reflejaban en el dorado metal de las Armaduras que allí yacían inertes parecían pretender traer al presente retazos de un pasado ya perdido. Quizás el Dios del Inframundo había perdido aquel cuerpo original que tanto ostentaba poseer, quizás había tenido que padecer la humillación de una nueva derrota y contemplar la destrucción de aquel reinado de penumbras que había heredado del Dios de todos los Dioses; pero ante los ojos de aquellos que habían logrado sobrevivir a la Guerra Santa el triunfo de Athena no era más que una derrota encubierta por lauros que se volvían cenizas con el transcurrir de los años y la penosa realidad que estaban vislumbrando. Ante el perecimiento de los Caballeros Dorados y la condena eterna que los Dioses les habían impuesto las Armaduras habían retornado a sus respectivos aposentos zodiacales huérfanas de quienes pudieran transmitir las enseñanzas necesarias para que otros mortales se tornasen dignos de portarlas y para quienes aún moraban allí solo había sido posible reformar tenuemente las Órdenes de Caballeros de Plata y Bronce como una sutil forma de sentar las bases para una potencial defensa futura del Santuario, una defensa colmada de esperanza y valor aunque vana y estéril ante la ausencia de los Caballeros Dorados y la Diosa capaz de guiarlos. Ascendiendo a través de las Doce Casas, en la cúspide de aquel ancestral bastión y de pie sobre las escalinatas de piedra, una figura se levantaba contemplando con incertidumbre y recelo los sucesos que acontecían en toda la extensión de aquella prominente elevación; sus ojos enmarcados por puntos de tonalidad magenta, su largo cabello rojizo cayendo sobre su cuerpo ataviado con los ropajes del Patriarca del Santuario y su expresión austera y severa no hacían más que revelar la inocencia perdida de aquel que había sabido ser el escudero del Caballero Dorado de Aries y detrás de él, los Caballeros y Amazonas que habían recibido la ardua faena de volver a designar las Armaduras de las Órdenes menores de la Diosa de la Justicia y adoctrinar a los nuevos aspirantes podían percibir claramente como el último gesto de Athena hacia la humanidad comenzaba a desvanecerse revelando y desamparando nuevamente aquello que otros Dioses codiciaban tanto, el mundo de los mortales. El sello final con el que esta había protegido a la tierra antes de exhalar su último ápice de aire desaparecía con la misma celeridad con la que aumentaba el temor y el desasosiego de aquellos que podían percibirlo y una obvia presencia comenzaba a surgir desde las entrañas de la tierra, una presencia tan antigua como avasallante y amenazante se hacía presente en la era actual y el Santuario se presentaba ahora como una presa demasiado sencilla y asequible. El Patriarca se volteó enfocando su mirada en sus acompañantes y podía notarse claramente como la angustia y la desesperación se reflejaban en sus facciones; atravesando la distancia que lo separaba de su trono dentro de los recintos principales sus pasos se precipitaban nerviosos y sólo una continuación y acelerada respiración emanaba desde sus labios; su mano izquierda golpeó fuertemente una de las tantas columnas que mantenían en pie aquel lugar y una lagrima broto de sus ojos mientras clavaba su mirada en la deslucida superficie.

 

 

-Se perderán millones de vidas, el Santuario caerá y nosotros solo podremos ser testigos de esto, lo que sea que esta ascendiendo desde el Inframundo no tendrá misericordia ni piedad alguna con nosotros y la humanidad; le he fallado a Athena y a la memoria de mi maestro- exclamó desesperanzado el Patriarca mientras una mano cálida se posaba tranquilamente sobre su cuerpo vencido; -Haremos todo lo posible por evitarlo, aunque nuestras vidas se apaguen sabes que las entregaremos con placer por ti y por honrar a aquellos que se han sacrificado anteriormente; si vamos a morir, al menos lo haremos sabiendo que nuestra muerte tuvo un sentido aún mayor- profesó la Amazona de Plata de la Constelación de Aguila a aquel que la había sostenido durante la Guerra Santa contra Hades. -Jabu, Ichi, Shaina, alisten a los Caballeros que aún se encuentren en el Santuario y traigan inmediatamente a aquellos que se encuentren fuera; debemos alistar las defensas para cuando la destrucción comience y que Athena me perdoné por sacrificar la vida de estos valientes jóvenes- manifestó el Patriarca incorporándose nuevamente y abandonando aquella postura de pesadumbre que lo había dominado. Los Caballeros se prestaban para cumplir raudamente los designios que su líder les había encomendado cuando una extraña carcajada inundó aquel recinto paralizandolos y helando la sangre de cada uno de ellos, -Como es posible que ya esten aquí?- pudo escucharse salir de la boca del Caballero de Bronce de Hydra mientras el temor hacía que las palabras se tropezaran en sus labios. -Si yo fuera aquel que viene por ustedes ya estarían muertos y siquiera lo hubieran notado-, exclamó una dulce y sosegada voz femenina que parecía surgir desde la inmensidad, -No soy su aliada, más sería un error considerarme su enemiga tomando en cuenta que la amenaza que ha despertado anhela tanto su destrucción como la nuestra; yo soy Artemisa, Diosa de la Luna y hermana de su Diosa- y desde las penumbras de un rincón de aquel salón emergió una esbelta figura de larga cabellera de color plata y ojos tan azules como el cielo más claro. -Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para materializar nuestra victoria, no precisamos de tu ayuda solo necesitamos que los Dioses Olímpicos no se entrometan en nuestra batalla, sería inútil embarcarnos en esta ardua tarea solo para saber que luego les deberemos nuestra victoria y que el precio a pagar será igual de elevado que si somos derrotados sin unirnos a ustedes- gritó la Amazona de Ofiuco señalando con su dedo índice a la Diosa de la Luna mientras una sonrisa sarcástica se dibujaba en el rostro de esta, -Mortales, insolentes como siempre, insolentes y engreídos, ante la ausencia de Athena y los Caballeros Dorados, sin sus penosamente célebres Caballeros Legendarios, no habrá más que una simple y absoluta masacre; realmente creen que son adversarios dignos para un Dios Primordial cuando prácticamente toda su Orden fue extinta por una Deidad como Hades?- profirió violentamente Artemisa mientras adelantaba sus pasos hacia la fisonomía de la Amazona de Ofiuco. -Siquiera nosotros, los Dioses Olímpicos nos consideramos una amenaza para ellos- dijo la Diosa de la Luna desviando ahora sus pasos hacia una efigie de Athena que yacía a un lado del Trono del Patriarca y cambiando notablemente su tono de voz a uno más apacible y calmó; -Dioses Primordiales?, eso es imposible, los Caballeros Dorados los derrotaron y enviaron a Cronos nuevamente al Tártaro, ellos ya no podrán emerger desde allí- expresó con determinación el Caballero de Bronce de Unicornio con cierta seguridad en sus palabras, pero estas solo acarrearon la inquietud en Artemisa quien rápidamente se volteo estocandolo con una mirada penetrante y con un semblante que revelaba su desconcierto ante las inquietantes palabras que habían salido de la boca de aquel a quien llamaban Jabu, -Cronos?- inquirió Artemisa casi sin dar crédito a lo que oía, -Cronos no es más que un caprichoso infante en comparación al poder ancestral del que les hablo. Los Dioses Primordiales existieron antes que nosotros, antes que los Titanes, antes del mundo y el tiempo mismo; ellos son el inicio, el genesís, aquellos de los que proviene todo lo que sus ojos pueden ver y lo que sus cuerpos pueden sentir. Ellos son el principio de todo y ahora, mientras yo desperdicio mi tiempo con ustedes, están sentando las bases para desencadenar el final de todo lo que crearon- exclamó la Diosa de la Luna mientras acariciaba el rostro de piedra de aquella estatua de Athena, -Si tienes razón, si siquiera ustedes se sienten capaces de detenerlos, entonces no existe nada que podamos hacer Artemisa, acaso debemos sentarnos aquí a ser testigos silenciosos de la destrucción de todo lo que conocemos?, eso es lo viniste a decirnos?, que claudiquemos aún antes de comenzar a luchar?- expresó nervioso el Patriarca sin comprender completamente la razón del acaecimiento de la Diosa, intentando quizás encontrar una respuesta que revelará al menos un mínimo ápice de esperanza. Artemisa giró, ahora parecía determinada, aquellos mortales no se rendirían tan fácilmente y eso era precisamente lo que los Dioses Olímpicos esperaban ver en el semblante de los moradores del Santuario, -Existe una manera, un poder que ha permanecido desde las primeras Guerras Santas y que se mantiene presente hasta esta era, escondido en lo más intrínseco de aquellos que secretamente lo llevan grabado en su destino y en su sangre- retomó nuevamente la Diosa ante la mirada incrédula de los Caballeros de Athena; -Un poder antiguo?, a qué demonios te refieres Artemisa?, termina ya mismo con tus malditos acertijos, no tenemos tiempo para quedarnos aquí a escuchar tus desvariantes historias- dijo nerviosamente el Patriarca del Santuario; -Tranquiliza tu espíritu por favor, no me obligues a tener que acabar contigo y debilitar más las ya inertes e inútiles fuerzas de tu bastión- profirió ahora Artemisa mientras acrecentaba el poder que poseía y este comenzaba a sentirse más claramente.

 

 

La Diosa de la Luna se posó en el sitial del Patriarca, cruzó sus piernas elegantemente mientras corría un mechón de su cabello plateado hacia atrás y alzó su mano izquierda en dirección a los Caballeros quienes no pudieron hacer más que retroceder ante el sentimiento de sentirse amenazados por la Diosa Olímpica. Jabu de Unicornio extendió sus brazos frente a sus camaradas intentando interponer su cuerpo entre ellos y el potencial ataque de Artemisa y cerró sus ojos esperando el embiste del poder de la Diosa de la Luna, pero esta solo soltó una carcajada ante la peculiar y desconcertante conducta del Caballero de Bronce. La palma de su mano izquierda desató un brillante fulgor blanquecino y toda la estructura que los rodeaba pareció desvanecerse dándole lugar a un paraje que rememoraba las primeras épocas del Santuario; -Esto es…?- dijo tímidamente la Amazona de Plata de Aguila sin comprender del todo lo que estaba aconteciendo, -Si Amazona, esto es el Santuario, exactamente días después de que el poder de Athena terminase de edificarlo y en los umbrales de la Primer Guerra Santa contra el Dios de los Mares; ahora comprenderán finalmente porque vine a ustedes; ahora serán testigos del poder más sublime que habitó entre estos muros- exclamó para que a continuación, una preciosa figura apareciera entre los pilares atravesando todo el salón y pasando etéreamente a través del cuerpo de la Amazona de Plata de Ofiuco. Su larga cabellera castaña casi llegaba hasta su cintura, sus ojos azules reflejaban una bondad y nobleza inestimables; sus largos ropajes blancos eran la prueba más rotunda de la pureza que habitaba en su cuerpo y en su alma y era hipnotizante ver como la suave brisa mediterránea ondeaba la seda de estos atavíos, un paisaje realmente maravilloso que se completaba al observar como la sonrisa que se enmarcaba en su delicado rostro denotaba la satisfacción ante la obra que había edificado; -Ella es…?, dijo entre susurros Ichi de Hidra mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de emoción, -Si joven Caballero, ella es Athena, este era su verdadero cuerpo, su verdadera esencia, realmente es una pena que fuera destruido por Poseidón- dijo Artemisa contemplando con congoja a su hermana. -No es necesario que murmuren, esto es solo un recuerdo, un retazo de tiempo, ella no esta aquí realmente y nosotros seguimos exactamente donde estábamos; de todas formas Caballeros, les recomiendo que hagan silencio, todas sus preguntas están a punto de ser respondidas-. Detrás de la antigua Athena, una figura masculina hizo su aparición, un hombre de mayor edad, con largos cabellos rubios, gesto firme e imperturbable y una profunda mirada de satisfacción en sus ojos ante la obra de su predilecta hija. -Zeus?-, exclamó el Patriarca mirando a Artemisa mientras esta asentía con su cabeza. Detrás de este, trece jóvenes se manifestaron y el formidable poder de estos podía percibirse aún cuando lo que estaba aconteciendo no era más que un recuerdo; estas misteriosas entidades se adelantaron frente a Zeus mientras Athena tomaba su lugar en el trono del Santuario y se postraron de rodillas ante ella rindiendole la pleitesía que una Diosa de su estirpe merecía. El Dios de los Dioses comenzó a aplaudir esta escena y entonces de su boca surgieron las respuestas a todas las interrogantes que Artemisa les había planteado a los Caballeros; -Athena, mi dulce y adorada hija, este es mi regalo para tí, mi ofrenda, mi homenaje hacia tus logros y mi agradecimiento por haberme brindado el equilibrio y el respaldo necesario a través de los siglos; estos que ahora yacen ante tí son los héroes más majestuosos del Olimpo, los angeles que nos han cuidado desde las sombras y que han permitido mantener indemne nuestra inmortalidad y te los entrego a tí para que en torno a ellos puedas alzar a tus Ordenes de Caballeros- expresó Zeus satisfecho ante la algarabía de Athena, -Solo te impondré una insignificante limitación; lo que nazca con ellos, debe morir con ellos, no podemos permitirnos que la humanidad tenga acceso a conocer cada detalle de un poder de tales magnitudes- reveló el Dios Olímpico para finalmente desvanecerse en el preciso momento en el que las recientemente creadas Armaduras Doradas cubrían las fisonomías de los nuevos defensores de la humanidad. Los secretos comenzaban a ser revelados; el manto de misterio que había cubierto la era más majestuosa del Santuario de Athena comenzaba a correrse revelando detrás de sí una realidad que le sería muy distante en nobleza y fulgor. Los sacrificios deberían ser realizados y el Patriarca comenzaba a comprender que en esas trece figuras ancestrales yacía la llave de una nueva era; una era de vida, o quizás, una era de destrucción…

Continuará

 

 

 

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